No es la primera vez que escribo de un viaje en Blablacar y probablemente no será la última; mezclar en un coche durante horas a gente que lo único que tiene a priori en común es un inicio y un destino, suele cundir. Lo del otro día volviendo de Granada da para premio a mejor guión original.
Cinco de la tarde. Gasolinera casi oficial de recogida de pasajeros de la ciudad. BMW negro, moderno y cómodo, con esos asientos que se ajustan electrónicamente en todas las direcciones imaginables. El conductor, un hombre de buen porte, en forma, atractivo. Tras saludarlo cordialmente, colocar mis cosas en el maletero y despedirme con un abrazo de María que me había acercado, me monté en el coche para esperar a los dos chicos que faltaban.
Llamadas, mensajes de WhatsApp, incluso una expedición a otro punto de recogida que no tenía nada que ver con el inicial. En ese rato, el conductor y yo charlamos de cosas ligeras, tanteándonos. Con desconocidos, incluso los de cinco estrellas, uno mide el terreno. También había margen para alguna valoración anticipada de los pasajeros que aún faltaban: tras una llamada con uno de los chicos, me dijo “al menos el chico es muy educado”. Poco después, se rió al ver que su nombre en WhatsApp es “Demonio”. Cuando por fin los localizamos, soltó en voz alta: “vaya dos pintas hemos cogido”. Durante esta primera media hora de espera y búsqueda, la cordialidad y corrección máxima del conductor se fueron alternando con pequeños destellos de chulería y soberbia. Todo un anticipo de lo que vendría despuñés.
Efectivamente, los chavales eran un cuadro. Dos veinteañeros muy canis que además de no tener ni idea de moverse por Granada siendo locales, volvían a Sevilla porque sus padres los habían mandado a estudiar un grado medio de algo que no le interesaba a ninguno de ellos. Tanto, que ni siquiera sabían el nombre del instituto al que supuestamente iban, pero que habían pisado solo una vez. Pero no nos adelantemos porque todo eso lo supimos por el interrogatorio —no hay otra palabra— al que el conductor, ya investido de autoridad, los sometió durante la primera mitad del trayecto.
Creo que todo empezó cuando empezaron a charlar de otro tema banal muy típico: los coches. No se en qué momento, el chico más hablador, llamémosle el Lenguafácil, dijo que le gustaba el coche de su madre, un RS 6. Al conductor se le encendió una alarma: “Si tu madre tiene ese coche, tú no necesitas estudiar”. Tiró del hilo. Resultó que la madre tenía un negocio de encimeras al parecer muy rentable, proveedor de muchas marcas y clientes importantes.
Pero la marcha comenzó cuando nuestro conductor desveló su alter ego: era Jefe de Policía, en un escalafón relativamente importante. Ni corto ni perezoso, después de decirlo a las claras, empezó el interrogatorio: le preguntó al chico su nombre y apellidos, dónde vivía, cuál era la situación de sus padres… Pero el Lenguafácil no se amilinó en ningún momento, no solo contestó todas las preguntas del poli sino que también le hizo algunas a él. Habló de sus motos -no pocas ni baratas- y nos acercó el móvil a los sitios delanteros para enseñarnos vídeos en su Instagram. Ahí también descubrimos que había tenido un accidente bastante gordo que le había dejado secuelas -físicas y creo que también psíquicas- y que no se lo había llevado al otro barrio de chiripa.
Me cuesta describir la situación dentro del coche. La escena parecía tensa, pero no lo era tanto. Los chavales parecían abrumadoramente tranquilos a pesar de que Mr. Poli intentó claramente intimidarlos varias veces, sonsacarles algo. Yo no los veía, así que no puedo describir sus caras, pero los escuchaba. La historia que contaban era en sí una paradoja en sí misma, un oxímoron constante. A medida que la conversación avanzaba, se hacía manifiesto que los chicos -sobre todo Lenguafácil que copaba la mayor parte del ancho de banda- tenían una vida muy desestructurada. Una de las cosas que chocaba era que eran dos canis muy canis, pero muy educados y respetuosos, más de lo habitual. Chavales con amigos, entornos y ambientes complejos, como tantos en Granada: el Polígono, Pinos Puente, Atarfe, Iznalloz… barrios y localidades marcados por la marginalidad, el narcotráfico, y muchas comunidades gitanas… donde la pobreza y la humildad conviven con el lujo y el disparate. Lo se por lo que he aprendido de la ciudad los años que estuve allí, pero también por las semanas de prácticas del Máster de Profesorado que pasé -a petición mía- en el IES La Paz, en el corazón del Almanjáyar.
El poquito tiempo que estuve en el instituto me sirvió para entender que resumir los problemas del barrio en droga y marginalidad es una burda simplificación. Pero sí que había un factor principal que determinaba mucho la actitud y el ánimo de cada chavea que tenía a bien poner un pie en el aula (no eran muchos): el afecto que recibían en casa. Los estudiantes más conflictivos, con peor nivel de atención y por supuesto, un autoestima de juguete, eran aquellos a los que los padres no le dedicaban ni un rato, ni una palabra amable en casa. Nos lo contaba Ana, la tutora que tuve -una mujer que se merece un monumento después de 10 años en el centro por voluntad propia, impulsora de mil proyectos e iniciativas- pero también se infería charlando un poco con ellos, preguntando -y no interrogando- sobre qué les gustaba, qué hacían fuera del instituto y la vida en casa.
El clímax del viaje fue cuando nuestro poli sacó el tema sentimental: no solo descubrimos que Lenguafácil había sufrido recientemente un gran desamor -su ex se fue con un malagueño- sino que después de eso había estado a punto de suicidarse. Se fue a las vías del tren más cerca que conocía -al lado de una especie de circuitillo donde solía salir con la moto- y solo cuando un amigo suyo dio con él y le dijo que todo el mundo lo estaba buscando, especialemente su madre, abortó el plan. En ese momento, Mr. Poli —que alternaba la inquisición, el coaching barato y la socarronería con sorprendente soltura— intentó proferir unas palabras, que en realidad no eran de ánimo ni compasión sino de reflexión. Una reflexión estudiada y -supongo- adquirida durante los años que habrá servido por medio país viéndoselas con personajes de toda calaña, pero al mismo tiempo, bastante simplista -ahora lo llamarían heterobásico- en ciertos aspectos. Como cuando dijo que lo que levanta a uno el ánimo eran “este y este”, señalándose los bíceps. Entiendiendo lo que quería decir -que el cuidado de uno mismo y el aspecto físico es importante- y que la audiencia a la que se dirigía no era precisamente lectora de Nietzsche y su Estética de la Existencia, creo que podía haberlo expresado de otra manera.
Pero no se quedó ahí: después del episodio del suicidio, al poli no se le ocurrió otra cosa que preguntarle a Lenguafácil si el malagueño que le había “robado” a la chica era más guapo, tenía más dinero o un coche mejor. Porque al final, y aludiendo a muchos estudios de Antropología, mientras que los hombres solo necesitan un poco de cariño y respeto (sic), lo que buscan las mujeres es protección, seguridad, buenos genes… el macho que las provea. En ese momento le perdí el poco respeto que aún me quedaba por Mr. Poli aunque al mismo tiempo y con un poco de rabia, sabía que en gran medida y para muchos espécimenes (y espécimenas), llevaba razón.
Sorprendentemente aún hubo un giro más guión: cuando aún no habíamos llegado al indio de Antequera, nuestro poli dejó de inquirir para declarar: ese mismo día mismo había acabado una relación de tres años. Anteriormente ya había pasado por una separación anterior, con hija incluida, tras más de veinte años. Nos contó que esa noche apenas había pegado ojo y que había puesto el viaje para no dormirse.
Y así quedó la tarde: luminosa y extraña, como el viaje. Aún habría tiempo para el que nuestro poli intentara abordar con más preguntas al otro chico cuando Lenguafácil pidió parar en una gasolinera para ir al baño. Pero éste, aún con más soltura que su amigo, lo despachó elegantemente con más tablas y educación que un colegio. También para que Lenguafácil empezara a hablar de minerales y distintos tipos de piedra cuando reconoció una cantera a la altura de Estepa porque su familia trabajaba con muchos materiales para las encimeras. Después de aquello la cosa se calmó y yo me dormí un rato, agotado no del día, sino del mes.
Aún hubo ocasión para que nuestro poli cerrara su papel, considerando que era conveniente recomendarle a los chavales en qué calles y zonas podían pillar chocolate cuando ya casi en Sevilla pasamos a la altura de Torreblanca. De nuevo los chavales ni se inmutaron. Yo, sinceramente, tampoco. Estoy convencido de que ni traficaban, ni tenían nada turbio detrás. Que lo de las encimeras era sin dudarlo, cierto. Pero cualquier cosa es posible; casi todo en la vida se mueve en una escala de grises. Como estos chavales absolutamente perdidos en la vida pero con buen fondo. Como este policía probablemente excelente y de impoluto expediente que pedía a gritos un poquito de eso que ahora llaman deconstrucción y sobre todo, sensibilidad emocional.
Un episodio que no verás en Netflix, pero cuyos personajes no podían ser más auténticos. Porque la ficción rara vez supera a la realidad sobre la que se asienta.