Un trayecto en BlaBlaCar puede pasar sin pena ni gloria aunque en general siempre suele haber algo sustancial que rascar. Juntar en un coche a desconocidos es un experimento sociológico digno de ser estudiado: pasajeros que son cada uno de su madre y de su padre, con distintas edades, ideas, personalidades e historias.
Esta vez, lo que pasó, es que el viejo era yo. Viajaba con tres veinteañeros tempranos, estudiantes universitarios, la definición exacta de lo que llamaríamos jóvenes. Escucharlos era todo ternura: estancias Erasmus terminadas o por empezar, líos amorosos, las dudas con sus estudios y futuro, las ciudades y países que planeaban visitar o en los que ya habían estado, las estrecheces económicas… Era tierno porque era real, era puro. Atender a sus historias era sentir brotes que empiezan a vivir, que se asoman la adultez y que van dejando esa inocencia de la juventud para afrontar una vida autónoma con los pros y contras de hacerse mayores. Era conmovedor porque de una manera u otra, adaptados a la época de cada uno, todos pasamos por ahí: tuvimos conversaciones, preocupaciones y anhelos similares.
En uno de los asientos de atrás, me limité a captarlo todo; no era el momento de hablar ni de anticiparles cosas o de contaminarlos con una visión o consejo que poco les aportaba y que seguramente era inútil y equivocado. Los tiempos ya son otros y aunque la experiencia es un grado, el mundo cambia demasiado rápido para resolver puzzles de hoy exactamente como se hacían ayer.
Callado, escuchando, me di cuenta de que reconocer versiones pasadas de nosotros mismos en otros más jóvenes es lo que nos hace conscientes de que ya no lo somos. Y aunque el regusto sabía a melancólica, también traía aceptación: la de sentir que avanzar no es solo inevitable, sino también necesario.
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