Aún no han pasado seis meses desde que Trump fuese investido de nuevo como @POTUS. Un poco antes, en noviembre, ganó las elecciones con claridad, a diferencia de lo ocurrido en 2016, cuando se impuso gracias al número de estados pero no al de votos. En ese momento —y eso que ya habíamos vivido una legislatura bajo su mandato— creo que no éramos del todo conscientes de la magnitud del caos que estaba por venir. Y lo que queda.
Desde entonces, temo el momento en que la radio se enciende para despertarme: las noticias que llegan desde EE. UU. suelen pillarnos a contrapié, y nos enteramos, casi siempre, a la mañana siguiente. Trump empezó saliéndose del Acuerdo de París, luego de la OMS y finalmente de la declaración de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU. Se permitió el despropósito de querer comprar el canal de Panamá, Groenlandia o incluso Canadá, y no se olvidó de renombrar el Golfo de México como el continente que muchos creen que les pertenece. De lo de los aranceles o el plan para convertir la franja de Gaza en “la Riviera del Medio Oriente”, ni hablamos.
Humilló a todo un país, Ucrania, en la figura de su presidente, que no tuvo otra opción que tragar saliva y aguantar el chaparrón. Se dejó ver compadreando con Musk y con Putin, aunque acabó enfrentado con el primero —demasiado ego junto— y sin poder justificar al segundo.
Y ahora, en otra de sus recomendaciones altisonantes y como muestra de apoyo al Netanyahu más criminal, lanza una advertencia a Irán: más les vale aceptar un nuevo acuerdo nuclear “antes de que no quede nada”.
Siempre ha habido guerras, y me temo que siempre las habrá. La naturaleza humana —la misma que nos ha impulsado hacia un progreso científico y tecnológico exponencial— parece incapaz de renunciar a la confrontación. Incapaz de ceder, negociar o cooperar sin recurrir antes al conflicto, a la violencia, a las masacres humanas y civiles que no solo vulneran todos los derechos fundamentales, sino que provocan un dolor inmenso y consecuencias devastadoras para millones de inocentes, pero incluso para los propios estados agresores. Las guerras, en el fondo, persiguen siempre los mismos fines: ampliar el territorio y el dominio, controlar recursos —naturales, geoestratégicos o nucleares—, imponer un imperio sobre otro, unas reglas sobre las demás. Aumentar el control y la influencia económica sobre el adversario y el resto del mundo.
Algunos países, como China, han aprendido a hacerlo de forma más sutil. Se muestran diplomáticos, o al menos lo simulan. Evitan involucrarse en conflictos ajenos y adoptan una postura de neutralidad que recuerda a la Suiza de las guerras mundiales: mientras facturemos, ni participamos ni opinamos. Mientras tanto, invierten en infraestructuras por todo el continente africano con apariencia de potencia samaritana, esperando —pacientes— a que ese desarrollo llegue para poder cobrar su parte del beneficio.
Hasta la invasión de Ucrania en 2022 —y aunque el conflicto de Crimea y el Donbás venía gestándose desde 2014— es posible que viviésemos durante años con una falsa sensación de calma, de tregua. Probablemente porque no prestábamos atención, ni de lejos, a lo que ocurría en Sudán, Etiopía, Yemen o el Sahel. Lo de Siria, para entonces, ya era solo ruido de fondo.
Pero desde aquello asistimos a una escalada sostenida que parece alcanzar su clímax —al menos mediático, en el llamado primer mundo— con el conflicto entre Israel y Hamás. Un enfrentamiento que, además de servir para arrasar Palestina una vez más, ha desatado tensiones con Líbano e Irán que no prometen nada bueno. Se ha ido configurando una narrativa global marcada por la polarización, el rearme, el auge del autoritarismo y la pérdida de fe en el orden internacional. A esto se suma el deterioro de los organismos multilaterales, como la ONU, cada vez más impotentes para frenar abusos o mediar conflictos.
El número de dirigentes autoritarios, ególatras, mesiánicos y desconectados de cualquier noción ética o sentido común que coinciden hoy en el poder en algunas de las principales potencias mundiales no tiene precedentes. Estamos inmersos en una fase en la que los límites entre guerra, relato, propaganda, tecnología, economía y diplomacia se diluyen. La incertidumbre ya no es una excepción, sino un estado estructural.
Tensión geopolítica permanente. Escuché esa expresión en los informativos un día de 2025 y, desde entonces, resuena en mi cabeza. Siempre he pensado que lo de una IIIWW era una locura demasiado grande como para llegar a suceder. Pero el escenario, cada vez, pinta peor.